Presentamos
en esta entrada, al igual que las dos anteriores, un artículo que encontramos
también en la revista española digital La Razón
Histórica (Nº 20, Enero de 2013) de tipo historicista de Monserrat Jimenez S. (de
la Universitat Autònoma de
Barcelona). Sostiene en ese texto que su foco está en la
transmisión de conceptos de la Grecia antigua a la Historia moderna universal.
Por un lado, pretende, a la vez, sintetizar el nacimiento de la categorización
de la Historia como ciencia en la antigua Grecia y hallar la base griega de
conceptos usados en la Historia moderna universal. Por otro, describe dos de
las principales aportaciones griegas a la Historia: la aportación material que
supuso establecer sedes físicas para depositar la materia prima de los análisis
históricos (archivos, bibliotecas y museos) y la aportación
filosófico-conceptual (concretada en tiempo y palabras), imprescindible para la
codificación de esta actual disciplina. Las notas van al final, salvo unas
pocas que van junto al texto por ser más inmediatas.
La afirmación de que el patrimonio
intelectual de Occidente empieza con la Grecia antigua se ha convertido en un
axioma [1]. En la antigua Grecia se identificaron fenómenos variadísimos, hoy
considerados científicamente correctos, desde la localización del raciocinio en
el encéfalo, anunciada por Herófilo de Calcedonia hacia el siglo IV a.C., hasta
el heliocentrismo formulado por el astrónomo Aristarco de Samos en el siglo III
a.C., o los cálculos de la circunferencia terráquea de Eratóstenes [2]. En la
misma Grecia, reputada por ser la cuna de la Filosofía, tuvo también un peso
enorme la cultura popular [3]. Aristóteles, Heródoto y otros intelectuales,
como Plutarco, fueron los antecesores de los folkloristas del siglo XIX
europeo, dándose a coleccionar fábulas, proverbios y otras muestras debidas al
ingenio del vulgo. Los antes aludidos fueron pioneros en cimentar la que se
transformó en fama enorme de Esopo, la existencia del cual es tan probable como
la de Homero.
Los griegos tuvieron la voluntad de legar
el pasado al futuro, de transmitir sus historias a los hijos o nietos de
quienes las habían protagonizado, activa o pasivamente [4]. Los historiadores
modernos y contemporáneos suelen situar el inicio de la ciencia histórica en
Heródoto, "el padre de la
Historia", y en Tucídides, el "historiador" por excelencia.
En la antigua Grecia se hallan ya algunos de los rasgos definitorios de la
historiografía occidental. Para empezar, el pensamiento griego generó no pocos
intelectuales dedicados al quehacer histórico. Aparte de los nombres más
conocidos, icónicos en los casos de Heródoto y Tucídides, hay una pléyade de
historiadores poco visitados en general [5].
La génesis de muchas palabras es griega.
Etimologías y definiciones occidentales tienen sus orígenes en Grecia. El
concepto de Historia se encuentra en
Aristóteles, en los himnos homéricos, en Heráclito, en inscripciones
boyóticas [?] o en el título de la obra magna de Heródoto, las Historias. Con el significado de
interrogarse o de aprender mediante preguntas, usando un mecanismo parecido al
que sirve a los niños y a sus "¿por
qué?" para acceder a la comprensión introspectiva de los mecanismos
básicos con que se rige el mundo que les rodea, una de las reflexiones de
Aristóteles lleva por título Preguntas
sobre los Animales o
Peri ta zoa historiai.
En la época del Renacimiento, con la deificación
del humanismo, la Historia se circunscribió especialmente a los seres humanos.
No era nada nuevo. Los griegos y los romanos ya habían marcado una línea
divisoria intangible, aunque rotunda, entre los hombres y el resto de los súbditos
del reino animal. El cristianismo sancionó la exclusión, coincidente con buena
parte de religiones anteriores, al considerar sólo al hombre imago Dei (Gén. 1:26-27) [6]. Los animales serían
objeto de análisis por parte de las ciencias, en que intervenían los sentidos.
De los hombres se ocuparía la parte rectora del cuerpo humano, la más noble: el
cerebro, la sede del intelecto.
Por consiguiente, ya en el mundo antiguo
la Historia se dividió en dos grandes secciones: la historia natural, incluída
en las ciencias naturales como sub-apartado y, con insidiosa frecuencia,
percibida de manera inconsciente como de menor importancia que otras
aplicaciones de la biología; y la HISTORIA, exclusiva de los hombres. A los
tres reinos de la Naturaleza, el mineral, el vegetal y el animal [7], el hombre
añadió de facto el cuarto reino, una
esfera superior como propiedad exclusiva. Quizás ha llegado el momento de
superar el paradigma renacentista de considerar al hombre como el ombligo del
universo, como la medida de todas las cosas, en pro de una reubicación del
mismo en la pertinente escala biológica, sin obviar los análisis
etológicos-etiológicos para entender determinadas conductas suyas [8].
[7] Aristóteles encuadró a los seres
vivos en dos reinos: el animal y el vegetal. Muchos siglos después, el
naturalista sueco Carlos Lineo añadió a los anteriores un tercer reino: el
mineral. Linné, C. von, Systema Naturae,
sive Regna Tria Naturae Systematicae Proposita per Classes, Ordines, Genera et
Species, Leiden, 1735, p. 11.
[8] La Etiología es el análisis de las
causas que originan determinados hechos o determinadas realidades. La Etología
es la rama de la zoología que estudia el comportamiento de los animales.
Podríamos considerar a los etólogos como psicólogos de los animales.
Grecia
es la madre occidental de un rasgo que habría de tener un reflejo tardío en el
cristianismo: la humanización de los dioses [9]. Es cierto que, en los relatos
mitológicos, los habitantes del Olimpo parecen ejercitar con los hombres sólo
las habilidades de quien mueve marionetas. Sin embargo, las pasiones de esos
dioses griegos eran reconocibles a un nivel primario: desde la concupiscencia
de Zeus hasta los celos de su esposa Hera. Autores como Hesíodo los
convirtieron en los protagonistas de su Teogonía
u Origen de los Dioses [10], colección
de géneros poéticos que abraza una explicación global del mundo, visible e
invisible, tratando de responder a la eterna pregunta: ¿de dónde venimos?.
[9] Otras culturas previas habían
desarrollado conceptos análogos. López-Ruiz, C., When the Gods Were Born. Greek Cosmogonies
and the Near East, Cambridge, 2010.
La
respuesta hesiódica es, a la vez, una cosmogonía y una genealogía. Salvando las
distancias, los dioses se explicaban de la misma forma en que podría haberse
explicado la ascendencia y la descendencia de unos ilustres vecinos de Atenas:
con los requisitos biológicos de rigor. En la mezcla subsiguiente de hijos y
nietos, terminaban por producirse hibridaciones entre dioses —y diosas— y
mortales, que daban lugar a los héroes (que, en unos versos del poema, son
detallados en un catálogo). Esta
teogonía sería uno de los antecedentes de las genealogías de las naciones de
Occidente.
A los griegos se debe también la
personificación de la Historia en una alegoría: la musa Clío que, humanizada,
devendría tan contingente como los hombres que la imaginaron así [11]. Los
griegos personificaron a dioses, saberes y conceptos. En este sentido, se
podría considerar que las metamorfosis de los dioses son el equivalente de la
contingencia humana. Los nueve libros en que los editores de Alejandría dividieron
las historias de Heródoto fueron vinculados a una musa, es decir, a una diosa
que inspiraba las creaciones literarias y artísticas. Dado que Heródoto era
historiador, el primero de tales libros se vinculó a Clío. En tanto que los
saberes se encabalgaban, en el mundo clásico era habitual que una musa
representase una variedad de ellos. La asociación estricta y definitiva entre
una musa y un saber fue hecha a partir del Renacimiento. Ayudaron a la
concordancia entre significante y significado estudios de emblemática e
iconología como los de Andrea Alciato y César Ripa [12].
Junto al concepto de Historia, en la
Grecia antigua se gestó también una idea de patrimonio cultural (incluyendo en
tal definición al patrimonio biográfico) intangible en una zona culturalmente
homogénea. La Tierra entera se convierte en el sepulcro de los hombres famosos,
puesto que sus acciones quedan grabadas en el soporte más duradero, que no es
la piedra sino el corazón de los hombres. Tucídides evocó a Pericles con este
razonamiento tan impactante y tan proclive a generar la emulación de los
ambiciosos que leían su obra [13]. Salvando las enormes y heréticas distancias,
siglos después de muerto, Pericles se convirtió en un icono occidental en una
manera similar a como el Che
Guevara lo fue durante el siglo XX [14].
[13] Pericles haría lo propio con los
atenienses víctimas de un primer año de la guerra que los enfrentaba a Esparta
y con los antepasados de los mismos, en general. Arbea, A. (ed.), Tucídides: Discurso Fúnebre de Pericles,
Santiago de Chile, 2008 (431 a.C.).
[14] Ayudaron a la metamorfosis del
hombre en símbolo, literatos e historiadores de talla, desde Plutarco hasta
Shakespeare. Shakespeare, W., Pericles,
c. 1607.
En la antigua Grecia nació la futura
categorización de la Historia como una ciencia. De esta categorización,
terminaría sintiéndose heredera una Historia sin artificios, fidedigna, que
presentaba los hechos tal y como eran, jamás como debían haber sido. Esta Historia
respondía a un tipo de análisis lógico, basado en relaciones de causas y
efectos de las anteriores, sin espacio para intervenciones sobrenaturales. Se
ha vinculado a Tucídides con esta tendencia que resurgió con enorme vigor en el
movimiento positivista europeo del siglo XIX [15].
En la misma corriente se pueden situar las
consideraciones de Polibio (entre otros) de la Historia como ciencia útil que,
partiendo del pasado, podía ayudar a construír el futuro a partir del
descubrimiento de las relaciones de causalidad —siempre concretas y racionales,
es decir, con un valor permanente— que provocaban una concatenación de hechos
susceptible de repetirse si lo hacían también determinadas conductas. Esta
forma no era nueva, ni siquiera entonces. Aristóteles sostenía que las causas
finales guiaban a los procesos naturales, teoría que tuvo una reminiscencia de Dios como arquitecto para algunos
filósofos cristianos.
Sin
embargo, el mismo espacio griego creó la Historia como arte, con su
correspondiente musa representativa. Se atribuye tal paternidad a Heródoto [16].
La invención de la Historia como género literario con subgéneros propios, según
la temática, la motivación o el estilo de quien la escribía, entre otros
factores clasificatorios, va más allá de la escritura herodotiana [17].
Hacedores de mitos, proto-historiadores e
historiadores griegos acabaron por dar forma al concepto de Historia como
sucesión de hechos interdependientes y regidos por lógicas internas [18]. Para
llegar a esta conclusión, los historiadores de la Grecia antigua adoptaron una
metodología que ha terminado por ser inherente al oficio: la recolección
sistemática de material con el propósito de escribir sobre el pasado; la
selección de este mismo material; el orden y la estructuración de lo recogido
para dar coherencia e inteligibilidad al discurso, y su encaje en una
organización episódica del discurso en base a capítulos coherentes, titulados
como libros, las más de las veces [19].
Los historiadores de la Antigua Grecia son
los archivos de la memoria del Viejo Continente [20]. Cada vez que se ha
revisitado la antigüedad greco-romana, se han hallado en ella nuevos motivos de
admiración. Cualquier tendencia o proyecto político puede encontrar sus
cimientos en la Grecia antigua. La Edad Media, el Renacimiento, el Barroco, la
Ilustración, el Romanticismo... Cada movimiento cultural europeo —y, a partir
del siglo XVIII, también en sus espacios coloniales— fue susceptible de acoger
una nueva faceta de los padres fundadores de su identidad cultural. Los
teóricos de los proyectos imperiales, por ejemplo, han interpretado
reiteradamente el texto tucidídeo, descubriendo en él el espejo en el cual
reflejarse [21]. Entre historiadores, los vínculos se estrechan aún más, si
cabe. Como muestra un botón: se han querido situar en Heródoto los inicios de
la escuela francesa de los Annales y,
en general, a los abanderados de un concepto de "Historia total" [22].
A los griegos se debe una trascendente
codificación de un concepto abstracto: el tiempo. Entre los historiadores de la
antigua Grecia, se hallan —implícita o explícitamente— dos concepciones
filosóficas al respecto. Si se pudiesen esquematizar, una tendría la forma de
una recta, es decir, la distancia más corta entre dos puntos: el pasado, como
punto de partida, y el futuro, como meta. La otra sería una esfera. A la
primera, correspondería una escritura lineal, rectilínea, finalista. A la
segunda, una narración cíclica. La primera se avendría con el concepto de
progreso, con la progresión de la vida humana. Sería una especie de
transposición del ciclo vital de nuestra especie a la Naturaleza que la ha
engendrado. La segunda partiría de esa Naturaleza, incorporando al hombre en
ella. En la primera, el hombre es la medida de todas las cosas, el generador,
el epicentro, el eje de la Historia. El tiempo es un tiempo inventado por este
hombre, el tiempo de los hombres, un tiempo marcado por acontecimientos
humanos. Un tiempo integrado en la nomos.
En la segunda, marcada por la Naturaleza,
no existe el tiempo histórico, el tiempo únicamente humano. Existen los
movimientos de rotación y de translación que dan lugar al día y a la noche y a
las estaciones del año. Éstos se repiten de manera invariable desde los inicios
de la vida. Son la base de la vida misma. Es el concepto que se desprende de la
physis.
Euclides de Alejandría ya trazó una
geometría tridimensional que se mantendría hasta la ampliación multidimensional
que empezó a dominar el panorama científico en el siglo XIX y se popularizó
extraordinariamente cuando la figura del físico Einstein devino un icono del
siglo XX. Las tres dimensiones del espacio y la única dimensión temporal que se
inferían del modelo matemático euclidiano adquirieron una dimensión relativa.
Las reflexiones abstractas no son privativas de grandes pensadores
circunscritos a un área concreta del saber. Para un simple observador casual,
es obvio que el presente es una categoría cronológica capaz de ser, a la vez,
pasado y futuro.
La Grecia antigua no sólo produjo
reflexiones que parecen salidas del mundo de las ideas de Platón. En un intento
de dominar a éstas mediante el conocimiento, los pensadores no sólo se
sirvieron de las formas más elevadas de la Filosofía sino que personalizaron conceptos
e incluso los midieron.
En la mitología griega había dos deidades
susceptibles de confundirse: Cronos y Crono. La primera era la personificación
del Tiempo como abstracción, el dios de las edades, creado por autogénesis y
unido a la inevitabilidad. Este Cronos, padre de las Horas, es el vinculado al
tiempo esférico, a la ciclicidad, a la rotación y a la translación, a los
inmutables cambios derivados de esta astronomía.
El otro, Crono, era el dios del tiempo de
los hombres, asociado a la Historia fabricada por ellos. Hijo del Cielo y de la
Tierra y padre de Zeus, genitor de los otros dioses y de los hombres, el
monarca del Olimpo. Una personificación con vicios y virtudes demasiado
conocidos por la especie humana como para no ser identificables de manera
inmediata.
A estas representaciones personificadas
del tiempo se añadía una tercera, kairós,
el momento concreto, oportuno, la coyuntura justa [23]. Cronos o Crono tenían
un cariz cuantitativo, contable, en forma lineal o cíclica. Kairós era el tiempo en su acepción
cualitativa, el instante preciso, el sentido de la oportunidad.
Todas estas figuras tan metafóricamente
evocadoras, tan atractivas para la literatura y para el arte, convivían con la
matemática cotidiana, con el cómputo del concepto. Muchas civilizaciones de la Antigüedad
sobresalieron en la teoría y en la práctica de la ciencia, tanto en los
postulados astronómicos y matemáticos como en la aplicación técnica y mecánica
de los mismos [24]. Con el Sol y la Luna como referentes, sumerios, egipcios,
mayas, incas y griegos, entre otros, construyeron mecanismos para medir los
movimientos de rotación y translación [25].
Transformaron la astronomía en tiempo. El
reloj de arena se atribuye a los egipcios; la clepsidra, a los griegos. Se
afirma que Platón llegó a componer un despertador líquido. Los relojes de Sol
son comunes a diferentes culturas. En épocas remotas existió una organización
horaria. También se articularon calendarios. Existieron profesionales
cualificados en el sector tiempo. Los horologistas o fabricantes y reparadores
de los artefactos que lo medían, por ejemplo.
Numerosos
autores se aplicaron a la matemática y a la astronomía que servían de base a
aquello que tenía tanto de ciencia como de filosofía [26]: Teodosio de Bitinia,
Eudoxio de Cnido, Arato de Soli, Hiparco, Calipo, Autólico de Pitane. En el siglo
III a.C. la astronomía helénica había probado la esfericidad de la Tierra. El bibliotecario
de Pérgamo y estudioso de Homero y Hesíodo, Crates de Malo, fabricó un globo
terráqueo aproximadamente una centuria después.
Los pensadores de la escuela alejandrina
unificaron diversas cronologías en uso creciente para situar los
acontecimientos y para que sirviesen como cañamazo [trama de base] donde tejer
la Historia. Timeo o Eratóstenes, por citar sólo dos nombres, coadyuvaron al
perfeccionamiento de tal herramienta, capital para los historiadores [27]. En
los aproximadamente 40 libros de sus Historiae, que cubrían desde los inicios de la historia
griega hasta la primera guerra púnica, Timeo de Taormina usó una cronología
precisa, fechando con el sistema de las Olimpíadas y con el nombre de los
magistrados que conducían la vida pública en Atenas y Esparta. Desde el fecundo
maridaje entre matemática y astronomía, Eratóstenes depuró científicamente la
cronología, aplicándola a las fechas más relevantes para la historia de Grecia,
desde la conquista de Troya. Filósofos de mucha enjundia reflexionaron sobre la
percepción humana y el transcurso del tiempo, etéreo y abrumador a la vez [28].
El mundo como representación puede
transmitirse de forma visual u oral, entre otras maneras de hacerlo. Las
palabras son traducciones de conceptos mentales que intentan representar el
mundo [29]. Como él, las palabras tienen fronteras trazadas por los hombres.
Las palabras son contingentes, como los hombres y como el mundo. La filosofía
del lenguaje nació —en Occidente— en la Grecia del siglo V antes de Cristo.
Nació para entender algo ya muy viejo. Las representaciones escritas del
lenguaje son maneras singulares de representar el mundo, de traducir visualmente
una representación oral del mundo, que, a su vez, es una traducción de
conceptos mentales.
Los profesionales de la Historia han
supuesto que los primeros sistemas de escritura fueron pictográficos. De ser
así, éstos enfatizarían la trilogía de representaciones mentales, visuales y
orales. Una superación de la pictografía serían la fonografía (sistemas de
signos que representaban sonidos, que hacían uso de la capacidad de abstracción
privativa de los seres humanos), la logografía (sistemas de signos para
expresar palabras) o los ideogramas (signos que expresaban conceptos) [30].
Puede que la escritura occidental naciese
en Sumer o en Egipto o en ambas zonas de manera independiente [31]. A pesar de
ello, la antigua Grecia representó un paso de gigante para la ciencia. Al
completar el alfabeto fenicio, añadiéndole las vocales y concluyendo un
alfabeto de 24 letras, los griegos dotaron a Occidente de un sistema de
comunicación inmejorable, que revirtió de forma global no sólo en la
estructuración del saber, sino en todos los aspectos de la vida cotidiana.
Los griegos simplificaron lo que, antes de
ellos, era una ciencia arcana, críptica, jerarquizada, que precisaba de un
largo tiempo de adiestramiento para ser aprendida y que era la llave que
permitía acceder a una categoría social de gran importancia: la de los
escribas. Con sus 24 signos, el mundo heleno democratizó la escritura,
haciéndola asequible a todo aquel que la quisiera aprender. La escritura se
convirtió en una herramienta útil, no sólo para gobernantes y sacerdotes sino
también para las relaciones sociales en su sentido más lato: para los
comerciantes, para los hacendados, para los médicos, para los profesionales que,
hoy, llamaríamos liberales...
En el año 2011 los niños occidentales que
aprenden a escribir tienen que memorizar 26 signos en promedio en cada alfabeto
respectivo. La combinatoria de los mismos puede permitirles explicar el mundo
en su inmensa complejidad. Los niños chinos, en cambio, a los 11 años,
continúan enfrentando sus neuronas y su habilidad plástica con unos 2.500
caracteres. Para poder leer un periódico, cuando sean adultos, tendrán que
descifrar 3.000 caracteres en promedio.
Dado que el mundo es complicado en todas
partes, en el Extremo Oriente se necesitan unos 40.000 caracteres para
describirlo de manera inteligible. Y una forma bella para acompañar a esos caracteres:
en las escuelas chinas se sigue enseñando caligrafía con las mismas reglas con
que la practicó el escritor referencial Wang Xizhi, en el siglo III [32]. Cada
niño deviene un escriba. Ese aprendizaje es un pilar del sentido de identidad
chino y a él se consagra una parte muy importante de la vida de los individuos.
Cuando se reflexiona sobre el progreso, la civilización occidental no pondera
en su justa medida la eficiencia de su alfabeto. Un conjunto de letras que
permite dedicar el tiempo de estudio a contenidos —en medicina, biología,
matemática, Historia— y no (obligatoriamente) a formas a través de las cuales
vehicularlos.
No es extraño que los padres de la Filosofía
griega reflexionasen sobre tan potente instrumento: Platón en el Cratilo, sobre la esencia del lenguaje [33];
Aristóteles, incorporándolo en la lógica y fundando el nominalismo, tan
explorado por el pensamiento medieval de Occidente [34]; los estoicos,
estableciendo los fundamentos de la gramática, hasta el punto que en el siglo
II a.C. el mundo heleno ya disponía de un arte consagrado a ella: el arte de la gramática atribuído a un
tal Dionisio Tracio [35], el primero que se conserva.
Los griegos listaron palabras y acuñaron
el concepto de onomasticon
para definir a tales elencos. Se ha supuesto que el primero en emplear este
derivado de onuma (nombre) y onomázein (dar un nombre) fue el
cristiano Arrio Eusebio Pánfilo, que vivió entre los siglos III y IV [36]. El Onomástico de Eusebio es un directorio
toponímico, tan importante para la lingüística como para la geografía o la Historia.
Si fue el primero en bautizar un concepto funcional, lo cierto es que Eusebio
no había inventado nada. Esas agrupaciones de palabras eran ya corrientes en el
antiguo Egipto, como lo evidencian, entre otros, el papiro Moscú 169 o de
Golenischeff, también conocido como onomástico de Amenemipet [37]. Anterior a
Eusebio, Filón de Biblos había reunido sinónimos y un directorio de toponimia [38].
Otro griego (por elección profesional, al menos), Julio Pólux, compuso en el
siglo II diez volúmenes ordenados temáticamente de un Onomasticon ático que tendría una influencia remarcable
en el Renacimiento (a partir de una traducción al latín, publicada en Venecia
en 1502).
[36] Natural de la romana Cesarea de
Palestina, Eusebio era, culturalmente, un griego que utilizaba la koiné [griego común] para comunicarse a
través de sus escritos. De aquí su inserción en este apartado. Wallace-Hadrill,
D. S., Eusebius of Caesarea, Londres,
1960.
[38] Este tan desconocido historiador
fenicio del siglo I d.C. de hecho fue una de las fuentes usadas por Eusebio.
Aparte de un escrito sobre las ciudades y sus pobladores más ilustres, parece
haber compuesto una obra sobre bibliofilia (desgraciadamente perdida, como la
mayor parte de sus volúmenes). A pesar de ello, la escasa evidencia escrita
filoniana es un periscopio que apunta directamente a la cultura fenicia. Baumgarten,
A. I., The Phoenician History of Philo of
Byblos. A Commentary, Leiden, 1981. Si a través de Grecia
se puede comprender a Fenicia, a través de esta última pueden intuírse otras
realidades. Olmo, G. del, El Continuum
Cultural Cananeo. Pervivencias Cananeas en el Mundo Fenicio-Púnico,
Sabadell, 1996.
Más allá de la técnica, la preocupación
por el vehículo del saber se expresa en la historiografía griega a través de la
combinación óptima de forma y contenidos, observable, por ejemplo, en la amenidad
narrativa de Arriano de Nicomedia [40] o en la Ciropedia de Jenofonte, un tratado de moral en forma de novela
histórica, con que se pretendía enseñar a los gobernantes a serlo bien [41]. En
todos los discursos de los más variopintos saberes que produjo la antigua
Grecia se puede hallar la tan aristotélica combinación de ethos (intelecto), pathos (sentimiento) y logos (palabras) para producir en los receptores de los
mismos un óptimo efecto retórico [42]. No en vano esta última ciencia, la
retórica, era la herramienta usada en todas las actividades, la urdimbre en la
cual aquéllas eran posibles.
[40] Parece que, siendo consciente de
ello, Arriano se autodefinía como el Alejandro (Magno) de los escritores.
[41] Literalmente, la educación de Ciro
(el Grande), la obra del historiador y militar griego Jenofonte (c. 430 a.C.—c.
355 a.C.), que, en forma de diálogo novelado para hacerse más inteligible,
podía extrapolar sus máximas a cualquier gobernante. Una edición en castellano
es la Ciropedia, Madrid, 1987 (c.
365-380 a.C.). Jenofonte manifestó inquietudes similares en el Hierón, un diálogo focalizado en el
tirano de Siracusa, sobre los medios de que disponía un príncipe motivado por
la felicidad de sus súbditos [Fernández, M. (ed.), Hierón, Madrid, 1971 (c. 474 a. C.)]. Due, B., The Cyropaedia. Xenophon’s Aims and Methods,
Arhus, 1989.
En la antigua Grecia hubo una preocupación
pública por la difusión cultural y por la conservación del soporte de la misma.
Esta asunción de responsabilidades se tradujo en inversiones económicas: las poléis helénicas poseían archivos,
bibliotecas y museos. De hecho, las palabras que dibujan tales conceptos, son
griegas: Arjeion u hogar del arconte.
El arconte era
el magistrado que encabezaba la burocracia de muchas polis griegas. Las funciones y necesidades del Estado requerían el
trasiego documental. Para gobernar con eficacia era imprescindible la
conservación de los documentos.
Poco a poco, esos papeles oficiales dispusieron
de un espacio propio, un espacio civilmente sacralizado, de acuerdo a su
categoría. Asimismo, fueron convirtiéndose en depositarios de la memoria
colectiva e, incluso, de la identidad de quienes los habían generado. No en
vano, la palabra arjé
significa, también, origen. Un grupo de funcionarios especializados fue
destinado a velar por esos documentos. En este sentido, un archivo podría ser
la memoria de los orígenes o el espacio físico donde esta memoria reposaba.
La gestión de la res pública no era la única que generaba actuaciones que se
consignaban por escrito. Alfabeto y números son indisociables de la actividad
mercantil a una cierta escala. Culturas tan comerciantes como las mediterráneas
no pudieron prescindir del registro de sus actividades. Las actuales escuelas
de archivística enfatizan la inserción en un sector privado que ya usaba esos
servicios hace miles de años [43]. Huelga decir que, en la Antigüedad, el mundo
helénico no fue el único clarividente con respecto a los documentos que se
generaban en los ámbitos de gobierno, públicos o privados [44].
Las bibliotecas son el ensamblaje
terminológico de biblion (libro) y theke (armario). Es decir, el espacio,
normalmente dispuesto en cómodas estanterías, en que se almacenaban escritos
susceptibles de ser usados. Indisociables de la escritura y de la lectura, la
mayor parte de las civilizaciones humanas ha tenido bibliotecas [45]. También
han dispuesto de archivos y museos, con independencia del nombre con que se les
conociese. De la importancia que se les daba, es una prueba el carácter semi-sagrado
del saber, consignado a escribas y a sacerdotes. Ese carácter se extrapolaba al
espacio físico, que solía, por ello, situarse en espacios como templos. Hubo
bibliotecas en Asiria, en Mesopotamia, en Egipto; los judíos tuvieron
bibliotecas. Y los griegos las transformaron.
A los helenos cupo la gloria de haber, si
no inventado, al menos expandido el concepto de cultura. Las bibliotecas
griegas ya no necesitaban el aura de lo sobrenatural. Podían permitirse ser
espacios llenos únicamente de saber. Tuvieron bibliotecas instituciones
públicas y también personajes particulares como Polícrates de Samos, Euclides
de Atenas o Nicócrato de Chipre. Después de todo, la palabra Filosofía
significa amor a la ciencia, una
pasión que cualquiera podía sentir, una pulsión no exclusiva de ninguna casta,
una afición que, en los casos más afortunados, quería ser compartida. Grecia
tiene otro compuesto feliz: filantropía.
La biblioteca ateniense regida por
Pisístrato era de acceso libre para quien quisiera visitar sus contenidos. A
pesar de lo escrito, en el mundo antiguo no son sólo éstos los rasgos
analógicos con otras épocas. La biblioteca que convertía el saber en accesible
fue atacada en sucesivos episodios bélicos. Quienes se mostraron tan ávidos de
conjugar el verbo poseer, acabaron irreversiblemente con una parte de su
riqueza.
3. 3. Museos
Musaeum
u hogar de las musas. Uno de los primeros museos de que se tiene constancia es
el Mouseion de la egipcia Alejandría,
una especie de campus universitario,
con academias y bibliotecas que devino un foco irradiador de saber bajo la
protección —también económica— de la dinastía de origen helénico —macedónico—
de los Ptolomeos [46].
Las teorías filosóficas sobre la manera
correcta de razonar trascendieron a la Historia, como al resto del saber de
Occidente. Así, el lenguaje de la lógica y las reglas para un análisis
correcto, que Aristóteles desarrolló en su Órganon.
Igualmente, las explicaciones y las implicaciones metodológicas, tanto las
deductivas de Platón como la mezcla aristotélica de inducción y deducción y la
importancia otorgada por este último filósofo a la observación empírica y a la
experiencia a la hora de construír el conocimiento. Tanto el camino
predominantemente ascendente de Aristóteles (que solía partir del estudio de
los particulares para llegar a una esencia genérica) como la vía descendiente
preconizada por su maestro Platón (de la esencia hasta la forma, de la idea
hasta la materialización de la misma), moldearon el entendimiento de los
científicos posteriores [47]. En el mundo, no sólo del derecho, por ejemplo,
fue axial la constatación de que se precisaban premisas sólidas para cimentar
una espléndida conclusión (equiparada a deducción).
Lo anteriormente citado incidió en la
estructuración de los textos. Aristóteles sostenía que un discurso, para ser
considerado coherente —en la forma y en el fondo— tenía que constar de tres
partes ordenadas: una introducción o prefacio que informase a los potenciales
lectores de cómo y de por qué se había escrito la obra en cuestión; el cuerpo,
conteniendo la información que interesaba transmitir, y una conclusión, que
aclarase a los receptores los puntos resumidos más importantes de la misma.
En el campo histórico, tuvo especial
trascendencia la necesidad de contar con lo que podríamos llamar habeas corpus justificatorio. Si los
rapsodas podían prescindir de él, en cambio quienes afirmaban por escrito y
aspiraban a la credibilidad de sus textos tenían que basarse en testigos
fidedignos, por lo cual, a menudo, los citaban de manera explícita [48]. En el
siglo IV a.C. Aristóteles sostuvo que un texto o un discurso habían de contar,
además de su contenido, con las pruebas que otorgasen verosimilitud al mismo.
Quizás por ello no es infrecuente entre
los antiguos historiadores griegos el uso de la bibliografía y las citas a las
autoridades de que solían servirse, normalmente insertando ambas en sus textos [49].
Muchas veces, estas menciones son el único vestigio de que se dispone sobre la
existencia de tales autoridades. Como tantos otros, Plutarco se sirvió de ellas
para las biografías comparadas que son sus Vidas
Paralelas. En el prólogo de su Anábasis,
Arriano de Nicomedia justifica haber escogido como fuentes a Ptolomeo y
Aristóbulo.
Por otro lado, se puede contemplar también
la inclusión de anexos documentales, asimismo intercalados en el texto. En la Ilíada, per ejemplo, se ha discutido si
el "Catálogo de las Naves"
no podría considerarse dentro de esta categoría [50].
A pesar de la afirmación precedente,
existen analogías entre los historiadores y los poetas, sobre todo los poetas
épicos [51]. Las composiciones herodotianas, por ejemplo, se ha supuesto que
también se difundieron de forma oral entre un número variable, aunque plural,
de oyentes. Los historiadores, como los poetas, usaron de licencias
histórico-literarias. Tucídides, paradigma de historiador verosímil, inventó y
desarrolló los diálogos de la trágica entrevista entre melios y atenienses de
una manera que él consideró como históricamente posible [52].
Irónicamente, el veraz Tucídides no
explicitaba sus fuentes al nivel en que sí lo hacía el fantasioso Heródoto [53].
Con todo, a partir del siglo XVIII, Tucídides se convirtió en un icono del
universo cultural de los historiadores. La suya es una reputación basada en una
herencia cultural relativamente reciente. El espíritu de la Ilustración tendió
a instalar en la economía moral de la vieja Europa la idea de que los
acontecimientos más probables son los más prosaicos [54]. Los hechos más
corrientes, los más ordinarios, fueron considerados los más creíbles. Las
motivaciones más aceptadas como racionales pasaron a ser las menos idealistas,
las más primarias. En algunos ámbitos científicos, el escepticismo adquirió una
gran reputación como concepto. La paradoja es que, para ciertos analistas, ese
escepticismo se acepta porque es escepticismo, porque concuerda con lo que nos
parece que es la duda metódica cartesiana, tenida como quintaesencia
científica. Así, que, para ellos, no se precisa comprobación alguna. Basta con
que haya escepticismo para aceptar lo que la aplicación de tal concepto avala,
tal y como, en otras épocas, era suficiente con una bula papal considerada
infalible.
En Historia, para ser etiquetado como
científicamente correcto, en los siglos XIX, XX y XXI, es preciso comprobar
todo cuanto lleva implícita una creencia. A menudo, sin embargo, se da por
cierto cuanto implique un escepticismo, un descreimiento profundo. La noción de
lo "políticamente correcto" ha cambiado, afectando a nuestra ciencia.
No es que ésta sea más "moderna". Se ajusta a los esquemas del viejo
Tucídides. Es tan clásica como esto. Tanto como el supuesto antagonista y
también anciano Heródoto.
En la antigua Grecia se hizo un uso de la Historia
similar al que se hacía de la Filosofía. Ambos saberes servían para entender y
explicar a los hombres, para explicar sus circunstancias y su evolución. En
este sentido, la Historia era un intento de responder a unas cuestiones comunes
como la básica "¿de dónde venimos?". Después de todo, como defendía
Dionisio de Halicarnaso, la Historia es la Filosofía transformada en ejemplos [55].
[55] Dionisio es el autor de un
análisis completo, dividido en 20 libros, sobre Las Antigüedades de Roma. En ellos trataba de explicar la historia
de la Urbe desde sus orígenes míticos hasta la primera guerra púnica. Esa obra
se conserva sólo parcialmente. Bonner, S. F., The Literary Treatises of Dionysius of Halicarnassus. A study in the
Development of Critical Method, Amsterdam, 1969. Consecuentemente, una
parte de las reflexiones históricas dionisíacas se hizo a través de exempla. Pritchett, W.
K. (ed.), Dionysius of Halicarnassus: On
Thucydides, Berkeley, 1975 (finales del siglo I d.C.).
La
antigua Grecia ha legado una tradición crítica a Occidente. Historiadores y
filósofos griegos escogieron, estudiaron, evaluaron e interpretaron hechos
históricos para entenderlos en su compleja integridad. El mundo heleno fue la
cuna de tantas esencias filosóficas desarrolladas con posterioridad, esencias
que han dejado huella en diferentes escuelas históricas o en individuos que han
ejercido como historiadores: el objetivismo,
que parte de la idea de que la realidad y los acontecimientos que se generan en
ella son independientes de la percepción que se tenga de ambos; el realismo, el empirismo, el idealismo.
Un gran número de cursos que desembocaban en el caudaloso río de la
epistemología o estudio del conocimiento tuvieron su inicio en la Grecia
antigua [56]. Las reconciliaciones de espíritus sólo dispares en apariencia
(antes de los intentos kantianos), también.
En la metodología histórica, las preguntas
se formulaban atendiendo a contenidos y a continentes. Afectaban a las fuentes
primarias, por ejemplo, en cuestiones como su autenticidad y su proveniencia.
Reflexiones etimológicas y sobre la filosofía del lenguaje, desarrolladas por
Platón y por Aristóteles, revirtieron en la articulación del discurso
histórico, si no explícitamente, al menos de forma implícita.
Una de esas reversiones historiográficas
tiene que ver con el concepto de que la realidad es una y que la aprehensión de
la realidad es múltiple, tan numerosa, por la parte que afecta a la especie
humana, como lo son las personas que observan y que piensan el mundo. Estos dos
caminos, definidos como "el de la verdad" y "el de la
opinión" ya se encontraban en Parménides de Elea (en el siglo V a.C.) e
impregnaron, a través de su reflejo platónico, la filosofía de Occidente [57].
Vinculado al pensamiento anterior, en los historiadores griegos ya se hallan
reflexiones que se parecen, salvando las distancias, a lo que se podría definir
como múltiples hermenéuticas. Heródoto, por ejemplo, expone diversas versiones
de algunos hechos, sin decantarse por alguna en particular. Asimismo, una misma
acción puede ser interpretada y asimilada de diversas maneras, si cada receptor
la lee con diferentes códigos.
Los historiadores griegos incluyeron una
gradación de testimonios directos e indirectos en sus relatos históricos. Lo
hicieron a partir de la combinación de fuentes visuales, orales y escritas. Es
decir, incluyendo testigos presenciales que habían podido contemplar lo que el
historiador transmitía; testigos que habían escuchado contar lo que el
historiador transmitía y lecturas de libros anteriores que se referían a esa
misma historia que el historiador pretendía transmitir [58]. Cualquier
narración suele tener una base —numéricamente contundente— de percepciones
visuales. Desde un libro de Historia hasta una novela, éstas conforman la
mayoría de experiencias explicitadas por escrito. Este tipo de percepción,
además, ha sido, hasta el siglo XX, el pilar del empirismo. Se la ha
considerado, por tanto, una de las columnas que vertebran una de las más
recientes (en perspectiva histórica) definición de ciencia [59]. Es un elemento
que se puede contraponer y puede destruír, a partir de datos que esta misma
percepción suministra, una teoría, por mucho que tal teoría haya sido
neuronalmente elaborada [60]. La escuela positivista, también dentro de la
ciencia histórica, ha sido el acertado paladín de la confianza en los datos, si
bien por "inferencia lógica" a partir de datos empíricos [61].
La psicología —cognitiva, social y de la
ciencia— ha matizado la, hasta el siglo XX, indisputada fiabilidad de este tipo
de testimonios [62]. De reflexiones de científicos como Thomas Kuhn se
desprendió que las observaciones de testigos directos de cualquier fenómeno
dependen, en mayor o menor grado, de la psicología de esos mismos observadores:
de sus compromisos sociales y políticos, de su actitud moral, de su entorno
cultural... Ahora bien, ya Tucídides había descrito este proceso en el capítulo
22 del primer libro de la Guerra del
Peloponeso. Siguiendo esta teoría, diferentes personas podrían interpretar
—y transmitir— el mismo hecho de manera diversa. Así, lo que unos podrían
condenar como intolerable maltrato a un niño, podría ser leído por otros como
aplicación afortunada de saludable disciplina. Incluso en el civilizado marco
occidental, todavía no se ha llegado a una percepción social mayoritaria de
este terrible abuso de poder, como sí ha sucedido —por la implicación de los
gobiernos (atentos siempre al porcentaje de votantes)— en el caso de la violencia
ejercida sobre las mujeres.
Estudios sobre la memoria han demostrado
que ésta es selectiva y episódica [63]. La memoria de los seres humanos no es
un archivo milimétrico y exhaustivo de todas sus experiencias pasadas. No es el
disco duro de un computador, aunque esta comparación nos agrade. Nuestro presente
modela nuestro pasado, como humanos y como historiadores. Incluso puede llegar
a recrearlo para adaptarlo a nuestra representación contemporánea del mundo.
Reinterpretamos lo acaecido para dotarlo de un significado coherente con
nuestra ideología actual.
Los historiadores trabajan con los testimonios
del pasado (y algunos de entre ellos tienen una tendencia inveterada a ejercer
como jueces). En este sentido, no sobra plantearse cuestiones como la de si un
testigo directo posee la suficiente habilidad social como para observar,
comprender y hacer introspección de las imágenes que sus ojos transmiten a su encéfalo,
o si ese emisor trata —consciente o inconscientemente— de adecuar su mensaje a
unos receptores que imagina que tienen una determinada tendencia [64]. George
Eliot recreó perfectamente este proceso mental en la pequeña comunidad de
Raveloe, cuando se trataba de identificar al autor de un robo sufrido por el
protagonista de su novela Silas Marner
[65].
Es preciso tener en cuenta que cierto tipo
de información es más susceptible de ser comunicada que otra [66]. Ésta es una
característica que afecta, por ejemplo, a los documentos más íntimos, como las
memorias y los diarios personales. Es muy difícil hallar un testimonio que se
atreva a cruzar la sutil línea azul [67]
a la manera en que lo hicieron Samuel Pepys o Gavino Ledda [68]. El segundo,
además, de forma consciente.
[67] En meteorología, se llama así a la
intangible barrera que separa la tropósfera de la estratósfera. Al llegar a
ella, se hace evidente que la Tierra no tiene una simple forma lineal.
Después de todo, la palabra latina persona proviene de su homónima griega prosopon, que significa máscara y que se refiere a las que se
ponían los actores para salir a escena antes de empezar a hablar, a usar las
palabras, para mostrar o para esconder, que para eso y para más servían. A este
respecto etimológico, cabría ironizar con que una prosopografía puede definirse
como la colección de máscaras que sirven para ocultar a quienes se esconden
tras ellas [69].
[69] En una acepción
historiográficamente más ortodoxa, la Prosopografía
se define como la biografía colectiva de grupos de individuos con
características similares. Keats-Rohan, K. S. B., Prosopography Approaches and Applications. A
Handbook, Oxford, 2007.
No hay
que desesperar por la variabilidad antes descrita. Después de todo, las
autobiografías son formas de explicación biocultural de un individuo. Y las
memorias y diarios personales pueden ampliar esta definición para abrazar la
relación entre el hombre y el entorno en que éste se ubica. Cada persona puede
fabricarse su mapa del mundo. Sin embargo, esta cartografía individualizada
tiene rasgos comunes con el resto de portulanos. Nuestra materia prima no
difiere demasiado, genéticamente hablando [70]. La diferencia, demasiadas
veces, estriba en la posibilidad de conjugar un solo verbo: tener. No
únicamente dinero. La riqueza, que puede leerse, sobre todo, en clave
emocional, permite acceder a un grado más elevado de contingencia, aumenta la
capacidad de elección, puesto que refuerza la autoestima y hace que quien la
posee se sienta capaz de aspirar a metas más diversificadas.
En relación con la idea anterior, los
griegos incorporaron en sus análisis escalas de valores de origen
autobiográfico. Tucídides pudo autofinanciar proyectos científicos propios sin
necesidad de angustiarse con cuestiones de logística doméstica o vital porque
su familia era propietaria de minas de oro en la Tracia. Un caso análogo
dulcificó el cursus honorum del
aristocrático Teopompo de Chíos. Muchos siglos después, Virginia Woolf
plantearía abiertamente lo que habían representado tales adscripciones para el
universo femenino en Una Habitación
Propia [71] . En sociedades pre-industriales, la identidad era otorgada, en
gran medida, por el entorno en que una persona se insertaba. El huérfano
quedaba apartado legalmente de determinadas opciones laborales y, por tanto,
vitales. En Occidente, esta discriminación se ha superado, aunque sólo en su
parte teórica. Sobre el papel, un individuo europeo tiene más posibilidades de
reconstruírse si no le agrada el material con que ha sido formado. La contingencia
tiene más cabida en el "primer mundo" [72].
En la historiografía griega era posible
encontrar un cultivo de la diversidad de perspectivas, tanto en los escenarios
geográficos de los hechos, cuanto en los actores que los protagonizaban [73].
Este enfoque podía revestir el relato de mayor amenidad y credibilidad. Con
todo, la pluma que se diversificaba de esta forma solía ser la de un único narrador
omnisciente, que se convertía así en el responsable, tanto de la selección con
que construía su discurso, como de la polifonía que pudiese apreciarse en el
mismo.
Los historiadores griegos emplearon un
abanico de criterios, desde temáticos hasta cronológicos, a la hora de
articular formalmente los discursos históricos [74]. Asimismo, trataron de
interrelacionar elementos tratados en sus narraciones. Los filósofos de la
Grecia antigua buscaron entender los principios del mundo en que se incorporaban.
En ese mundo, los elementos interactuaban entre si. De ahí, las relaciones
estrechas entre ciencias sólo aparentemente dispares. Ésta es también una de
las causas que abogaban por las estructuras cíclicas y las formas circulares. Y
es la razón que explica por qué los filósofos escribían sobre matemáticas, ética,
arte, zoología, política, Historia o teatro, sin negligir nada que pudiese
ayudarles en su intento de comprender el mundo y a los seres que habitaban en
él.
En esta inclusión cabe añadir la
experiencia, el valor del empirismo. En griego clásico, empiria es el sinónimo de la palabra latina experientia. Para muchos filósofos, la experiencia y las evidencias
que se iban adquiriendo a medida que se transitaba por la vida —aún por la más
humilde de las vidas— eran tan importantes como la tradición legada por sabios
predecesores. A pesar de ciertas atribuciones simplistas que parecen indicar lo
contrario, Aristóteles y Tomás de Aquino no desdeñaron esa vía. Siguiéndola,
cualquier individuo podía impulsar el saber, puesto que de receptor pasaba a
ser emisor o a representar un papel doble —de emisor y de receptor al mismo
tiempo— en relación con el conocimiento y con el mundo que le rodeaba. Siendo
el "yo" (el agente responsable de pensamientos y acciones) una
esencia contingente con conciencia de si misma, esta representación propia es
la clave de la adquisición de una identidad social [75].
Derivada de la afirmación anterior, de la
antigua historiografía griega se desprende una concepción, frecuentemente
implícita, de que el campo en el que un historiador podía afinar más sus
análisis, hasta el punto de extirpar mitos y leyendas de los mismos, era el de
la más estricta contemporaneidad. Para interpretar el pasado remoto, se
necesitaba el concurso de los ancestros. En cambio, uno podía ver, vivir (y
descifrar con códigos estrictamente personales) el tiempo que era el suyo
propio [76].
El pasado era el reino de los muertos. Se
entraba en él con una venda en los ojos y con la necesidad de caminar guiado
por manos ajenas. Al historiador incorporado en una época concreta no le hacía
falta lazarillo para transitar por ella. Podía confiar en sus sentidos y en su
intelecto como herramientas. En ocasiones, los sedimentos que se depositaban a
manera de estratos en su memoria, cuando reposaban, perdían el cariz turbio de
la primera y agitada percepción de los mismos, adquirida durante la
contemplación de un hecho o de una cadena factual. En tales casos, se podía,
incluso, perfeccionar la capacidad de comprensión de cuanto había acaecido con
instrumentos ajenos. Esta última opción se incrementaba en aquéllos, cuyo
propio criterio no era suficiente para entender.
Entendiendo que tener criterio era
disponer de herramientas interpretativas que funcionasen con eficacia, los
discípulos de las diversas escuelas filosóficas (e históricas) de la antigua
Grecia solían hallarse en la última tesitura descrita en el párrafo
antecedente, mientras duraba su proceso de aprendizaje. Si la formación había
sido la correcta, los aprendices llegaban a la autosuficiencia interpretativa,
el estadio ideal de la madurez epistemológica.
Ahora bien, es preciso tener en cuenta que
Narciso nació en la antigua Grecia y que, incluso allí, ciertos profesores
podían inhibir la potencialidad de las voces de sus pupilos, transformándolas
en un simple eco, pensado en amplificar una supuesta gloria que anhelaban
exclusivamente para sí. Enamorado de su reflejo, en la vieja mitología helena,
Narciso muere estéril. Sin descendencia. Su imagen es incapaz de flotar sin el
cuerpo que la sustentaba, que le servía de base.
La antigua Grecia es la madre del
pensamiento occidental, en continente y en contenido, en su forma y en su
fondo. En el primer apartado, el del continente, el mundo heleno codificó
conceptos que devendrían trascendentes como el espacio, el tiempo o el uso de
las palabras. Asimismo, los griegos construyeron las sedes físicas en que
habrían de conservar la memoria de los hombres y los pueblos (archivos,
bibliotecas y museos), dando a cada uno de esos lugares una función que
acabaría siendo unánimemente aceptada (por su eficacia) en Occidente. Asimismo,
los helenos articularían las bases del patrimonio cultural intangible del mundo
occidental, asentando una tradición crítica, de exégesis múltiples y con un
amplio abanico de criterios a la hora de articular el discurso histórico. Esto
facilitaba lo que hoy se conoce como inter-disciplinariedad, puesto que
permitía la interacción de campos científicos sólo aparentemente dispares.
Los saberes, siendo diferentes, no se
habían partido ni diferenciado del todo entre ellos mismos. La ubicación helena
del hombre como centro y medida de todas las cosas posibilitaría una creación
de dioses antropomórficos y una concepción antropocéntrica de la Historia.
Hasta el siglo XXI, esta concepción antropocéntrica ha sido la dominante, no
sólo en la Historia sino en una vasta variedad de paradigmas científicos. La
pujante emergencia de la interpretación ecológica, sin embargo, tiene como una
de sus consecuencias la de los nuevos paradigmas que implican una nueva
reubicación (no inexorablemente central) del hombre en los mismos.–
NOTAS
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Historiography, Berkeley, 1990 (1961-1962). Romero, J. L., El Pensamiento
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[15] A pesar de que historiadores actuales los consideren
desfasados, siguen siendo útiles algunos análisis de Cochrane, C. N., Thucydides and the Science of History, Oxford,
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[47] Una perspectiva
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[48] Al respecto, es interesante la analogía con la práctica
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[49] VV.AA., The Shadows of Polybius. Intertextuality as
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(ed.), Greek Historiography, Oxford,
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[50] Simpson,
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[51] A pesar de la reduccionista etiqueta lírica que afecta la
producción de Píndaro, tal comparación se ha efectuado. Hornblower,
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Píndaro, por cierto. Una amplificación genérica en Crane, G., The Blinded Eye.Thucydides and the New
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[52] El ejemplo
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[53] Fehling,
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