Publicamos aquí, con algunos párrafos de menos, un documento fechado el
1º de Julio de 1937, pero hecho público realmente en Agosto de ese año,
titulado "Carta Colectiva de los
Obispos Españoles a los de Todo el Mundo con Motivo de la Guerra en
España", declaración eclesiástica oficial en la cual la mayoría de los
obispos hispanos hace la denuncia de la República comunista que ya desde 1931
pretendió llevar a cabo en España una revolución de corte soviético, hasta ser
aplastada por las fuerzas nacionalistas encabezadas por el general Francisco
Franco durante la guerra civil que finalizó en 1939. Describe este documento la
insidiosa y sañuda persecución contra la Iglesia y la España tradicional, que
dejó un reguero de muertes y destrucción, cuyos autores y sus descendientes y
partidarios (comunistas y judeo-masónicos), como en otras partes, hoy se
presentan como las únicas víctimas, inclinando mañosamente las leyes a su favor
y aplicando la venganza política y social. Y retrata también este texto con
nitidez la determinación del clero de una Iglesia hoy completamente cooptada y
adulterada.
CARTA COLECTIVA de los
OBISPOS ESPAÑOLES
con MOTIVO de la GUERRA
CIVIL en ESPAÑA
(Selección)
1º de Julio de 1937
Venerables Hermanos:
1.
Razón de Este Documento
(...)
Nuestro país sufre un trastorno profundo: no es sólo una guerra civil cruentísima
la que nos llena de tribulación; es una conmoción tremenda la que sacude los
mismos cimientos de la vida social y ha puesto en peligro hasta nuestra
existencia como nación. (...)
Pero
con nuestra gratitud, venerables hermanos, debemos manifestaros nuestro dolor por
el desconocimiento de la verdad de lo que en España ocurre. Es un hecho, que
nos consta por documentación copiosa, que el pensamiento de un gran sector de
opinión extranjera está disociado de la realidad de los hechos ocurridos en
nuestro país. Causas de este extravío podría ser el espíritu anti-cristiano,
que ha visto en la contienda de España una partida decisiva en pro o en contra
de la religión de Jesucristo y la civilización cristiana; la corriente opuesta
de doctrinas políticas que aspiran a la hegemonía del mundo; la labor tendenciosa
de fuerzas internacionales ocultas; la anti-patria, que se ha valido de españoles
ilusos que, amparándose en el nombre de católicos, han causado enorme daño a la
verdadera España. Y lo que más nos duele es que una buena parte de la prensa católica
extranjera haya contribuído a esta desviación mental, que podría ser funesta
para los sacratísimos intereses que se ventilan en nuestra patria. (...)
2.
Naturaleza de Esta Carta
Este documento no será la demostracion de una tesis sino la simple
exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y
le dan su fisonomía histórica. La guerra de España es producto de la pugna de ideologías
irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones
de orden moral y jurídico, religioso e histórico. No sería difícil el
desarrollo de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento
actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta por algunos de los hermanos que
suscriben esta carta. Pero estamos en tiempos de positivismo calculador y frío
y, especialmente cuando se trata de hechos de tal relieve histórico como se han
producido en esta guerra, lo que se quiere –se nos ha requerido cien veces
desde el extranjero en este sentido– son hechos vivos y palpitantes que, por
afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa. (...)
3.
Nuestra Posición ante la Guerra
Conste
antes que todo, ya que la guerra pudo preverse desde que se atacó ruda e inconsideradamente
al espíritu nacional, que el Episcopado español ha dado, desde el año 1931,
altísimos ejemplos de prudencia apostólica y ciudadana. Ajustándose a la tradición
de la Iglesia y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al
lado de los poderes constituídos, con quienes se esforzó en colaborar para el
bien común. Y a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de
la Iglesia, no rompió su proposito de no alterar el régimen de concordia de tiempo
atrás establecido. A los vejámenes respondimos siempre con el ejemplo de la
sumisión leal en lo que podíamos; con la protesta grave, razonada y apostólica
cuando debíamos; con la exhortación sincera que hicimos reiteradamente a nuestro
pueblo católico a la sumisión legítima, a la oración, a la paciencia y a la
paz. Y el pueblo católico nos secundó, siendo nuestra intervención valioso
factor de concordancia nacional en momentos de honda conmoción social y política.
(...)
La
Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó, y no creemos necesario
vindicarla de la nota de beligerante con que en periódicos extranjeros se ha censurado
a la Iglesia en España. Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados
de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron
en armas para salvar los principios de religión y justicia cristiana que
secularmente habían informado la vida de la Nación; pero quien la acuse de
haber provocado esta guerra, o de haber conspirado para ella, y aún de no haber
hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad.
(...)
4. El
Quinquenio que Precedió a la Guerra
Afirmamos,
ante todo, que esta guerra la ha acarreado la temeridad, los errores, tal vez
la malicia o la cobardía de quienes hubiesen podido evitarla gobernando la
nación según justicia. Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los
legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas
de gobierno, lo que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra
historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del
espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en
el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron
un ataque violento y continuado a la conciencia nacional. Anulando los derechos
de Dios y vejada la Iglesia, quedaba
nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo
la vida social, que es la religión. El pueblo español que, en su mayor parte,
mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados
agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes
había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de
protesta contra un poder social que había faltado a la justicia más
fundamental, que es la que se debe a Dios
y a la conciencia de los ciudadanos.
Junto
con ello, la autoridad, en múltiples y graves ocasiones, resignaba en la plebe
sus poderes. Los incendios de los templos en Madrid y provincias, en Mayo de
1931, las revueltas de Octubre de 1934, especialmente en Cataluña y Asturias,
donde reinó la anarquía durante dos semanas; el período turbulento que corre entre
Febrero y Julio de 1936, durante el cual fueron destruídas o profanadas 411
iglesias y se cometieron cerca de 3.000 atentados graves de carácter político y
social, presagiaban la ruina total de la autoridad pública, que se vio sucumbir
con frecuencia a la fuerza de poderes ocultos que mediatizaban sus funciones.
Nuestro régimen político de libertad democrática se desquició, por
arbitrariedad del Estado y por coacción gubernamental que trastocó la voluntad
popular, constituyendo una máquina política en pugna con la mayoria política de
la nación, dándose el caso, en las últimas elecciones parlamentarias, Febrero
de 1936, de que, con más de medio millón de votos de exceso sobre la Izquierda,
obtuviese la Derecha 118 diputados menos que el Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de
provincias enteras, viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento.
Y
a medida que se descomponía nuestro pueblo por la relajación de los vínculos
sociales y se desangraba nuestra economía y se alteraba sin tino el ritmo del
trabajo y se debilitaba maliciosamente la fuerza de las instituciones de
defensa social, otro pueblo poderoso, Rusia, empalmando con los comunistas de
acá, por medio del teatro y el cine, con ritos y costumbres exóticas, por la
fascinación intelectual y el soborno material, preparaba el espíritu popular
para el estallido de la revolución, que se señalaba casi a plazo fijo.
El
27 de Febrero de 1936, a raíz del triunfo del Frente Popular, el KOMINTERN ruso decretaba la revolución española
y la financiaba con exorbitantes cantidades. El 1º de Mayo siguiente centenares
de jóvenes postulaban públicamente en Madrid "para bombas y pistolas, pólvora y dinamita para la próxima
revolución". El 16 del mismo mes se reunían en la Casa del Pueblo de
Valencia representantes de la URSS con delegados españoles de la Tercera Internacional, resolviendo, en
el 9º de sus acuerdos: "Encargar a
uno de los radios de Madrid, el designado con el número 25, integrado por
agentes de policía en activo, la eliminación de los personajes políticos y
militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución".
Entre tanto, desde Madrid a las aldeas más remotas aprendían las milicias revolucionarias
la instrucción militar y se las armaba copiosamente, hasta el punto de que, al
estallar la guerra, contaban con 150.000 soldados de asalto y 100.000 de
resistencia.
Os
parecerá, venerables hermanos, impropia de un documento episcopal la enumeración
de estos hechos. Hemos querido sustituírlo a las razones de derecho político
que pudiesen justificar un movimiento nacional de resistencia. Sin Dios, que debe estar en el fundamento y
a la cima de la vida social; sin autoridad, a la que nada puede sustituír en sus
funciones creadoras del orden y mantenedora del derecho ciudadano; con la
fuerza material al servicio de los sin Dios
ni conciencia, manejados por agentes poderosos de orden internacional, España
debía deslizarse hacia la anarquía, que es lo contrario del bien común y de la
justicia y orden social. Aquí han venido a parar las regiones españolas en que
la revolución marxista ha seguido su curso inicial.
Éstos
son los hechos. Cotéjense con la doctrina de Tomás sobre el derecho a la resistencia
defensiva por la fuerza y falle cada cual en justo juicio. Nadie podrá negar
que, al tiempo de estallar el conflicto, la misma existencia del bien común –la
religión, la justicia, la paz– estaba gravemente comprometida; y que el
conjunto de las autoridades sociales y de los hombres prudentes que constituyen
el pueblo en su organización natural y en sus mejores elementos reconocían el
público peligro. (...)
Es
cosa documentalmente probada que en el minucioso proyecto de la revolución marxista
que se gestaba, y que habría estallado en todo el país si en gran parte de él
no lo hubiese impedido el movimiento cívico-militar, estaba ordenado el
exterminio del clero católico, como el de los derechistas calificados, como la sovietización
de las industrias y la implantación del comunismo. Era por Enero último cuando
un dirigente anarquista decía al mundo por radio: "Hay que decir las cosas tal y como son, y la verdad no es otra
que la de que los militares se nos adelantaron para evitar que llegaramos a
desencadenar la revolución".
Quede,
pues, asentado, como primera afirmación de este escrito, que un quinquenio de continuos
atropellos de los súbditos españoles en el orden religioso y social puso en gravísimo
peligro la existencia misma del bien público y produjo enorme tensión en el espíritu
del pueblo español; que estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios
legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la
paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima decidieron
subvertir el orden constituído e implantar violentamente el comunismo; y, por
fin, que por lógica fatal de los hechos no le quedaba a España más que esta
alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya
planeada y decretada, como ha ocurrido en la regiones donde no triunfó el
movimiento nacional, o intentar, en esfuerzo titánico de resistencia, librarse
del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y
de sus características nacionales.
5. El Alzamiento
Militar y la Revolución Comunista
El
18 de Julio del año pasado [1936] se realizó el alzamiento militar y estalló la
guerra que aún dura. Pero nótese, primero, que la sublevación militar no se
produjo, ya desde sus comienzos, sin colaboración con el pueblo sano, que se
incorporó en grandes masas al movimiento que, por ello, debe calificarse de cívico-militar;
y segundo, que este movimiento y la revolución comunista son dos hechos que no
pueden separarse si se quiere enjuiciar debidamente la naturaleza de la guerra.
Coincidentes en el mismo momento inicial del choque, marcan desde el principio
la división profunda de las dos Españas que se batirán en los campos de
batalla.
Aún
hay más: el movimiento no se produjo sin que los que lo iniciaron intimaran previamente
a los poderes públicos a oponerse por los recursos legales a la revolución marxista
inminente. La tentativa fue ineficaz y estalló el conflicto, chocando las
fuerzas cívico-militares, desde el primer instante, no tanto con las fuerzas
gubernamentales que intentaran reducirlo como con la furia desencadenada de
unas milicias populares que, al amparo, por lo menos, de la pasividad
gubernamental, encuadrándose en los mandos oficiales del Ejército y utilizando,
a más del que ilegítimamente poseían, el armamento de los parques del Estado,
se arrojaron como avalancha destructora contra todo lo que constituye un sostén
en la sociedad.
Ésta
es la característica de la reacción obrada en el campo gubernamental contra el alzamiento
cívico-militar. Es, ciertamente, un contraataque por parte de las fuerzas
fieles al Gobierno; pero es, ante todo, una lucha en comandita con las fuerzas
anárquicas que se sumaron a ellas y que con ellas pelearán juntas hasta el fin
de la guerra. Rusia, lo sabe el mundo, se injertó en el ejército gubernamental
tomando parte en sus mandos, y fue a fondo, aunque conservándose la apariencia
del Gobierno del Frente Popular, a la
implantación del régimen comunista por la subversión del orden social
establecido. Al juzgar de la legitimidad del movimiento nacional, no podrá
prescindirse de la intervención, por la parte contraria, de estas "milicias anárquicas
incontrolables" –es palabra de un ministro del Gobierno de Madrid–
cuyo poder hubiese prevalecido sobre la nación.
Y
porque Dios es el más profundo cimiento
de una sociedad bien ordenada –lo era de la nación española– la revolución
comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, anti-divina.
Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931 con
la destrucción de cuanto era cosa de Dios.
Salvamos toda intervención personal de quienes no han militado conscientemente
bajo este signo; sólo trazamos la trayectoria general de los hechos.
Por
esto se produjo en el alma una reacción de tipo religioso, correspondiente a la
acción nihilista y destructora de los sin-Dios.
Y España quedó dividida en dos grandes bandos militantes; cada uno de ellos fue
como el aglutinante de cada una de las dos tendencias profundamente populares;
y a su alrededor, y colaborando con ellos, polarizaron, en forma de milicias
voluntarias y de asistencia y servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas
que tenían dividida a la nación.
La
guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha blanca de los comicios de Febrero
de 1936, en que la falta de conciencia política del gobierno nacional dio arbitrariamente
a las fuerzas revolucionarias un triunfo que no había logrado en las urnas, se
transformó, por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo
partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió
a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria,
y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de
la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que
quiso sustituír la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la
novísima "civilización" de los soviets
rusos.
Las
ulteriores complicaciones de la guerra no han variado más que accidentalmente
su carácter: el internacionalismo comunista ha corrido al territorio español en
ayuda del ejército y pueblo marxista; así como, por la natural exigencia de la
defensa y por consideraciones de carácter internacional, han venido en ayuda de
la España tradicional armas y hombres de otros países extranjeros. Pero los núcleos
nacionales siguen igual, aunque la contienda, siendo profundamente popular,
haya llegado a revestir caracteres de lucha internacional.
Por
esto observadores perspicaces han podido escribir estas palabras sobre nuestra guerra:
"Es una carrera de velocidad entre
el bolchevismo y la civilización cristiana". "Una etapa nueva y tal vez decisiva en la lucha entablada entre la
Revolución y el Orden". "Una
lucha internacional en un campo de batalla nacional; el comunismo libra en la
Península una formidable batalla, de la que depende la suerte de Europa".
No
hemos hecho más que un esbozo histórico, del que deriva esta afirmación: El alzamiento
cívico-militar fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los principios
fundamentales de toda sociedad civilizada; en su desarrollo, lo ha sido contra
la anarquía coaligada con las fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o
no quiso titular aquellos principios.
Consecuencia
de esta afirmación son las conclusiones siguientes:
Primera: Que la
Iglesia, a pesar de su espíritu de paz, y de no haber querido la guerra ni haber
colaborado en ella, no podía ser indiferente en la lucha: se lo impedía su
doctrina y su espíritu, el sentido de conservación y la experiencia de Rusia.
De una parte se suprimía a Dios, cuya
obra ha de realizar la Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma un daño inmenso,
en personas, cosas y derechos, como tal vez no la haya sufrido institución alguna
en la Historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos defectos,
estaba el esfuerzo por la conservación del viejo espíritu, español y cristiano.
Segunda: La Iglesia,
con ello, no ha podido hacerse solidaria de conductas, tendencias o intenciones
que, en el presente o en lo porvenir, pudiesen desnaturalizar la noble fisonomía
del movimiento nacional, en su origen, manifestaciones y fines.
Tercera: Afirmamos
que el levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia
popular un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única
manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva; y el sentido
religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a
los enemigos de Dios, y como la
garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión.
Cuarta: Hoy por hoy,
no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los
bienes que de ellas deriva, que el triunfo del movimiento nacional. Tal vez hoy
menos que en los comienzos de la guerra, porque el bando contrario, a pesar de
todos los esfuerzos de sus hombres de gobierno, no ofrece garantías de
estabilidad política y social.
6.
Caracteres de la Revolución Comunista
Puesta
en marcha la revolución comunista, conviene puntualizar sus caracteres. Nos ceñimos
a las siguientes afirmaciones, que derivan del estudio de hechos plenamente probados,
muchos de los cuales constan en informaciones de toda garantía, descriptivas y
gráficas, que tenemos a la vista. Notamos que apenas hay información
debidamente autorizada más que del territorio liberado del dominio comunista.
Quedan todavía bajo las armas del ejército rojo, en todo o parte, varias
provincias; se tiene aún escaso conocimiento de los desmanes cometidos en
ellas, los más copiosos y graves.
Enjuiciando
globalmente los excesos de la revolución comunista española afirmamos que en la
historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesanía colectiva,
ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra
los derechos fundamentales de Dios,
de la sociedad y de la persona humana. Ni sería facil, recogiendo los hechos
análogos y ajustando sus trazos característicos para la composición de figuras
de crímenes, hallar en la Historia una época o un pueblo que pudieran ofrecernos
tales y tantas aberraciones. Hacemos Historia, sin interpretaciones de carácter
psicológico o social, que reclamarían particular estudio. La revolución anárquica
ha sido "excepcional en la Historia".
Añadimos
que la hecatombe producida en personas y cosas por la revolución comunista fue
"premeditada". Poco antes de la revuelta habían llegado de Rusia 79 agitadores
especializados. La Comision Nacional de
Unificación Marxista, por los mismos días ordenaba la constitución de las
milicias revolucionarias en todos los pueblos. La destrucción de las iglesias,
o a lo menos, de su ajuar, fue sistemática y por series. En el breve espacio de
un mes se habían inutilizado todos los templos para el culto. Ya en 1931 la Liga Atea tenía en su programa un artículo
que decia: "Plebiscito sobre el
destino que hay que dar a las iglesias y casas parroquiales"; y uno de
los Comités provinciales daba esta norma: "El
local o locales destinados hasta ahora al culto se destinarán a almacenes colectivos,
mercados públicos, bibliotecas populares, casas de baños o higiene pública, etc.,
según convenga a las necesidades de cada pueblo". Para la eliminación
de personas destacadas que se consideraban enemigas de la revolución se habían
formado previamente las "listas negras". En algunas, y en primer
lugar, figuraba el obispo. De los sacerdotes decía un jefe comunista, ante la
actitud del pueblo que quería salvar a su párroco: "Tenemos orden de quitar toda su semilla".
Prueba
elocuentísima de que la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes,
en forma totalitaria, fue cosa premeditada, es su número espantoso. Aunque son prematuras
las cifras, contamos unas 20.000 iglesias y capillas destruídas o totalmente
saqueadas. Los sacerdotes asesinados, contando un promedio del 40% en las diócesis
devastadas, que en algunas llegan al 80%, sumarán, sólo del clero secular, unos
6.000. Se les cazó con perros, se les persiguió a traves de los montes; fueron
buscados con afán en todo escondrijo. Se les mató sin perjuicio las más de las veces,
sobre la marcha, sin más razón que su oficio social.
Fue
"cruelísima" la revolución. Las formas de asesinato revistieron
caracteres de barbarie horrenda. En su número: se calculan en número superior
de 300.000 los seglares que han sucumbido asesinados, sólo por sus ideas políticas
y especialmente religiosas: en Madrid, y en los tres meses primeros, fueron
asesinados más de 22.000. Apenas hay pueblo en que no se haya eliminado a los
más destacados derechistas. Por la falta de forma: sin acusación, sin pruebas,
las más de las veces sin juicio. Por los vejámenes: a muchos se les han
amputado los miembros o se les ha mutilado espantosamente antes de matarlos; se
les han vaciados los ojos, cortado la lengua, abierto en canal, quemado o
enterrado vivos, matado a hachazos. La crueldad máxima se ha ejercido en los
ministros de Dios. Por respeto y caridad
no queremos puntualizar más.
La
revolución fue "inhumana". No se ha respetado el pudor de la mujer,
ni aun la consagrada a Dios por sus
votos. Se han profanado las tumbas y cementerios. En el famoso monasterio
románico de Ripoll se han destruído los sepulcros, entre los que había el de
Wifredo el Velloso, conquistador de
Cataluña, y el del obispo Morgades, restaurador del célebre cenobio. En Vich se
ha profanado la tumba del gran Balmes y leemos que se ha jugado al fútbol con
el cráneo del gran obispo Torras y Bages. En Madrid y en el cementerio viejo de
Huesca se han abierto centenares de tumbas para despojar a los cadáveres del
oro de sus dientes o de sus sortijas. Algunas formas de martirio suponen la subversión
o supresión del sentido de humanidad.
La
revolución fue "bárbara", en cuanto destruyó la obra de civilización
de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama
universal. Saqueó o incendió los archivos imposibilitando la rebusca histórica
y la prueba instrumental de los hechos jurídico y social. Quedan centenares de
telas pictóricas acuchilladas, de esculturas mutiladas, de maravillas
arquitectónicas para siempre deshechas. Podemos decir que el caudal de arte,
sobre todo religioso, acumulado en siglos, ha sido estúpidamente destrozado en
unas semanas, en las regiones dominadas por los comunistas. Hasta el Arco de
Bara, en Tarragona, obra romana que había visto veinte siglos, llevó la
dinamita su acción destructora. Las famosas colecciones de arte de la Catedral
de Toledo, del Palacio de Liria, del Museo del Prado, han sido torpemente
expoliadas. Numerosas bibliotecas han desaparecido. Ninguna guerra, ninguna
invasión bárbara, ninguna conmoción social, en ningún tiempo: una organización
sabia, puesta al servicio de un terrible propósito de aniquilamiento,
concentrado contra las cosas de Dios,
y los modernos medios de locomoción y destrucción al alcance de toda mano
criminal.
Conculcó
la revolución los más elementales principios del "derecho de gentes".
Recuérdense las cárceles de Bilbao, donde fueron asesinados por las multitudes,
en forma inhumana, centenares de presos; las represalias cometidas en los
rehenes custodiados en buques y prisiones, sin más razón que un contratiempo de
guerra; los asesinatos en masa, atados los infelices prisioneros e irrigados
con el chorro de balas de las ametralladoras; el bombardeo de ciudades
indefensas, sin objetivo militar.
La
revolución fue esencialmente "anti-española". La obra destructora se
realizó a los gritos de "¡Viva
Rusia!", a la sombra de la bandera internacional comunista. Las
inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos
militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación a favor de
extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al
espíritu nacional y al sentido de patria.
Pero,
sobre todo, la revolución fue "anti-cristiana". No creemos que en la
historia del cristianismo y en el espacio de unas semanas se haya dado explosión
semejante, en todas las formas de pensamiento, de voluntad y de pasión, del
odio contra Jesucristo y su religión sagrada. Tal ha sido el sacrílego estrago
que ha sufrido la Iglesia en España, que el delegado de los rojos españoles enviado
al Congreso de los "sin-Dios",
en Moscú, pudo decir: "España ha
superado en mucho la obra de los Soviets,
por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada".
Contamos
los mártires por millares; su testimonio es una esperanza para nuestra pobre patria;
pero casi no hallaríamos en el Martirologio romano una forma de martirio no
usada por el comunismo, sin exceptuar la crucifixión; y en cambio hay formas
nuevas de tormento que han consentido las sustancias y máquinas modernas.
El
odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo, y en los centenares de
crucifijos acuchillados, en las imagenes de la Virgen bestialmente profanadas,
en los pasquines de Bilbao en que se blasfemaba sacrílegamente de ella, en la infame
literatura de las trincheras rojas, en que se ridiculizan los divinos
misterios, en la reiterada profanación de las Sagradas Formas, podemos adivinar
el odio del infierno encarnado en nuestros infelices comunistas. "Tenía jurado vengarme de ti",
le decía uno de ellos al Señor encerrado en el Sagrario; y encañonando la
pistola disparó contra él, diciendo: "Ríndete
a los rojos; ríndete al marxismo".
Ha
sido espantosa la profanación de las sagradas reliquias: han sido destrozados o
quemados los cuerpos de Narciso, Pascual Bailón, la beata Beatriz de Silva, Bernardo
Calvo y otros. Las formas de profanacion son inverosímiles, y casi no se conciben
sin subestación diabólica. Las campanas han sido destrozadas y fundidas. El culto,
absolutamente suprimido en todo el territorio comunista, si se exceptúa una pequena
porción del Norte. Gran número de templos, entre ellos verdaderas joyas de
arte, han sido totalmente arrasados: en esta obra inicua se ha obligado a
trabajar a pobres sacerdotes. Famosas imágenes de veneración secular han
desaparecido para siempre, destruídas o quemadas. En muchas localidades la
autoridad ha obligado a los ciudadanos a entregar todos los objetos religiosos
de su pertenencia para destruírlos públicamente: pondérese lo que esto
representa en el orden del derecho natural, de los vínculos de familia y de la
violencia hecha a la conciencia cristiana.
No seguimos, venerables hermanos, en la crítica de la actuación
comunista en nuestra patria, y dejamos a la Historia la fiel narración de los
hechos en ella acontecidos. Si se nos acusara de haber señalado en forma tan
cruda estos estigmas de nuestra revolución, nos justificaríamos con el ejemplo
de Pablo, que no duda en vindicar con palabras tremendas la memoria de los
profetas de Israel que tienen durísimos calificativos para los enemigos de Dios; o con el de nuestro Papa que, en
su Encíclica sobre el Comunismo ateo, habla de "una destrucción tan espantosa, llevada a cabo en España, con un
odio, una barbarie y una ferocidad que no se hubiese creído posible en nuestro siglo".
Reiteramos
nuestra palabra de perdón para todos y nuestro propósito de hacerles el bien máximo
que podamos. Y cerramos este párrafo con estas palabras del "Informe
Oficial" sobre las ocurrencias de la revolución en sus tres primeros
meses: "No se culpe al pueblo español
de otra cosa más que de haber servido el instrumento para la perpetración de estos
delitos"... Este odio a la religión y a las tradiciones patrias, de
las que eran exponente y demostración tantas cosas para siempre perdidas, "llegó de Rusia, exportado por orientales
de espíritu perverso". En descargo de tantas víctimas, alucinadas por "doctrinas de demonios",
digamos que al morir, sancionados por la ley, nuestros comunistas se han
reconciliado en su inmensa mayoria con el Dios
de sus padres. En Mallorca han muerto impenitentes sólo un 2%; en las regiones
del Sur no más de un 20%, y en las del Norte no llegan tal vez al 10%. Es
prueba del engaño de que ha sido víctima nuestro pueblo.
7. El Movimiento
Nacional: Sus Caracteres
Demos
ahora un esbozo del carácter del movimiento llamado "nacional".
Creemos justa esta denominación. Primero, por su espíritu; porque la nación
española estaba disociada, en su inmensa mayoría, de una situación estatal que
no supo encarnar sus profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento fue
aceptado como una esperanza en toda la nación; en las regiones no liberadas sólo
espera romper la coraza de las fuerzas comunistas que lo oprimen. Es tambien
nacional por su objetivo, por cuanto tiende a salvar y sostener para lo futuro
las esencias de un pueblo organizado en un Estado que sepa continuar dignamente
su historia. Expresamos una realidad y un anhelo general de los ciudadanos
españoles; no indicamos los medios para realizarlo.
El
movimiento ha fortalecido el sentido de patria, contra el exotismo de las
fuerzas que le son contrarias. La patria implica una paternidad; es el ambiente
moral, como de una familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo
total; y el movimiento nacional ha determinado una corriente de amor que se ha
concentrado alrededor del nombre y de la sustancia histórica de España, con
aversión de los elementos forasteros que nos acarrearon la ruina. (...)
El
movimiento ha garantizado el orden en el territorio por él dominado. Contraponemos
la situación de las regiones en que ha prevalecido el movimiento nacional a las
dominadas aún por los comunistas. De éstas pueden decirse la palabra del Sabio:
"Ubi non est
gubernatur, dissipabitur populus" ["Donde no hay gobierno, va el pueblo a la ruina", Proverbios 11:14]; sin sacerdotes, sin
templos, sin culto, con hambre y miseria. En cambio, en medio del esfuerzo y
del dolor terrible de la guerra, las otras regiones viven en la tranquilidad
del orden interno, bajo la tutela de una verdadera autoridad, que es el
principio de la justicia, de la paz y del progreso que prometen la fecundidad
de la vida social. Mientras en la España marxista se vive sin Dios, en las regiones indemnes o
reconquistadas se celebra profusamente el culto divino y pululan y florecen
nuevas manifestaciones de la vida cristiana.
Esta
situación permite esperar un régimen de justicia y paz para el futuro. No
queremos aventurar ningún presagio. Nuestros males son gravísimos. La
relajación de los vínculos sociales; las costumbres de una política corrompida;
el desconocimiento de los deberes ciudadanos; la escasa formación de una
conciencia íntegramente católica; la división espiritual en orden a la solución
de nuestros grandes problemas nacionales; la eliminación, por asesinato cruel,
de millares de hombres selectos llamados por su estado y formación a la obra de
la reconstrucción nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda
guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado, que tiende a descuajarlo
de la idea y de las influencias cristianas, serán dificultades enormes para
hacer una España nueva injertada en el tronco de nuestra vieja historia y
vivificada por su savia. Pero tenemos la esperanza de que, imponiéndose con
toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro
verdadero espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente por una legislación
en que predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la
justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios. Quiera Dios sea en
España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea
verdaderamente bien servida.
8. Se Responde
a Unos Reparos
No
llenaríamos el fin de esta carta, venerables hermanos, si no respondiéramos a algunos
reparos que se nos han hecho desde el extranjero.
Se
ha acusado a la Iglesia de haberse defendido contra un movimiento popular haciéndose
fuerte en sus templos y siguiéndose de aquí la matanza de sacerdotes y la ruina
de las iglesias. Decimos que no. La irrupción contra los templos fue súbita,
casi simultánea en todas las regiones, y coincidió con la matanza de
sacerdotes. Los templos ardieron porque eran casas de Dios, y los sacerdotes fueron sacrificados porque eran ministros de
Dios. La prueba es copiosísima. La
Iglesia no ha sido agresora. Fue la primera bienhechora del pueblo, inculcando
la doctrina y fomentando las obras de justicia social. Ha sucumbido –donde ha
dominado el comunismo anárquico– víctima inocente, pacífica, indefensa.
Nos requieren del extranjero para que
digamos si es cierto que la Iglesia en España era propietaria del tercio del
territorio nacional, y que el pueblo se ha levantado para librarse de su
opresión. Es acusación ridícula. La Iglesia no poseía más que pocas e insignificantes
parcelas, casas sacerdotales y de educación, y hasta de esto se había útilmente
incautado el Estado. Todo lo que posee la Iglesia en España no llenaría la cuarta
parte de sus necesidades, y responde a sacratísimas obligaciones.
Se
le imputa a la Iglesia la nota de temeridad y partidismo al mezclarse en la
contienda que tiene dividida a la nación. La Iglesia se ha puesto siempre del
lado de la justicia y de la paz, y ha colaborado con los poderes del Estado, en
cualquier situación, al bien común. No se ha atado a nadie, fuesen partidos,
personas o tendencias. Situada por encima de todos y de todo, ha cumplido sus
deberes de adoctrinar y exhortar a la caridad, sintiendo pena profunda por
haber sido perseguida y repudiada por gran número de sus hijos extraviados.
Apelamos a los copiosos escritos y hechos que abonan estas afirmaciones.
Se
dice que esta guerra es de clases, y que la Iglesia se ha puesto del lado de
los ricos. Quienes conocen sus causas y naturaleza saben que no. Que aún
reconociendo algún descuido en el cumplimiento de los deberes de justicia y
caridad, que la Iglesia ha sido la primera en urgir, las clases trabajadoras
estaban fuertemente protegidas por la ley, y la nación había entrado por el
franco camino de una mejor distribución de la riqueza. La lucha de clases es más
virulenta en otros países que en España. Precisamente en ella se ha librado de
la guerra horrible gran parte de las regiones más pobres, y se ha ensañado más
donde ha sido mayor el coeficiente de la riqueza y del bienestar del pueblo. Ni
pueden echarse en el olvido nuestra avanzada legislación social y nuestras prósperas
instituciones de beneficencia y asistencia pública y privada, de abolengo español,
y cristiano. El pueblo fue engañado con promesas irrealizables, incompatibles
no sólo con la vida económica del país sino con cualquier clase de vida económica
organizada. Aquí esta la bienandanza de las regiones indemnes, y la miseria que
se adueñó ya de las que han caído bajo el dominio comunista.
La guerra de España, dicen, no es más que un episodio de la lucha
universal entre la democracia y el estatismo; el triunfo del movimiento
nacional llevará a la nación a la esclavitud del Estado. La Iglesia de España –leemos
en una revista extranjera–, ante el dilema de la persecución por el Gobierno de
Madrid o la servidumbre a quienes representan tendencias políticas que nada
tienen de cristiano, ha optado por la servidumbre. No es éste el dilema que se
ha planteado a la Iglesia en nuestro país, sino éste: la Iglesia, antes de
perecer totalmente en manos del comunismo, como ha ocurrido en las regiones por
él dominadas, se siente amparada por un poder que hasta ahora ha garantizado
los principios fundamentales de toda sociedad, sin miramiento ninguno a sus tendencias
políticas.
Cuanto
a lo futuro, no podemos predecir lo que ocurrirá al final de la lucha. Sí que
afirmamos que la guerra no se ha emprendido para levantar un Estado autócrata
sobre una nación humillada, sino para que resurja el espíritu nacional con la
pujanza y la libertad cristiana de los tiempos viejos. Confiamos en la
prudencia de los hombres de gobierno, que no querrán aceptar moldes extranjeros
para la configuración del Estado español futuro, sino que tendrán en cuenta las
exigencias de la vida íntima nacional y la trayectoria marcada por los siglos
pasados. Toda sociedad bien ordenada se basa sobre principios profundos y de
ellos vive, no de aportaciones adjetivas y extrañas, discordes con el espíritu
nacional. La vida es más fuerte que los programas, y un gobernante prudente no impondrá
un programa que violente las fuerzas íntimas de la nación. Seríamos los primeros
en lamentar que la autocracia irresponsable de un Parlamento fuese sustituída por
la más terrible de una dictadura desarraigada de la nación. Abrigamos la
esperanza legítima de que no será así. Precisamente lo que ha salvado a España
en el gravísimo momento actual ha sido la persistencia de los principios
seculares que han informado nuestra vida y el hecho de que un gran sector de la
nación se alzara para defenderlos. Sería un error quebrar la trayectoria
espiritual del país, y no es de creer que se caiga en él.
Se
imputan a los dirigentes del movimiento nacional crímenes semejantes a los cometidos
por los del Frente Popular. "El ejército blanco –leemos en una acreditada
revista católica extranjera– recurre a
medios injustificados, contra los que debemos protestar... El conjunto de
informaciones que tenemos indica que el terror blanco reina en la España
nacionalista con todo el horror que representan casi todos los terrores
revolucionarios... Los resultados obtenidos parecen despreciables al lado del
desarrollo de una crueldad metódicamente organizada de que hacen prueba las
tropas". El respetable articulista está malísimamente informado. Tiene
toda guerra sus excesos; los habrá tenido, sin duda, el movimiento nacional;
nadie se defiende con total serenidad de las cosas arremetidas de un enemigo
sin entrañas. Reprobando en nombre de la justicia y de la caridad cristianas todo
exceso que se hubiese cometido, por error o por gente subalterna y que metódicamente
ha abultado la información extranjera, decimos que el juicio que rectificamos
no responde a la verdad, y afirmamos que va una distancia enorme, infranqueable,
entre los principios de justicia de su administracion y la forma de aplicarla
entre una y otra parte. Más bien diríamos que la justicia del Frente Popular ha sido una historia
horrible de atropellos a la justicia, contra Dios, la sociedad y los hombres. No puede haber justicia cuando se
elimina a Dios, principio de toda
justicia. Matar por matar, destruír por destruír, expoliar al adversario no
beligerante, como principio de actuación civica y militar, he aquí lo que se puede
afirmar de los unos con razón y no se puede imputar a los otros sin injusticia.
Dos
palabras sobre el problema del nacionalismo vasco, tan desconocido y falseado y
del que se ha hecho arma contra el movimiento nacional. Toda nuestra admiración
por las virtudes cívicas y religiosas de nuestros hermanos vascos. Toda nuestra
caridad por la gran desgracia que los aflige, que consideramos nuestra, porque
es de la patria. Toda nuestra pena por la ofuscación que han sufrido sus
dirigentes en un momento grave de su historia. Pero toda nuestra reprobación
por haber desoído la voz de la Iglesia y tener realidad en ellos las palabras
del Papa en su Encíclica sobre el comunismo: "Los agentes de destrucción, que no son tan numerosos, aprovechándose
de estas discordias (de los católicos), las hacen más estridentes, y acaban por
lanzar a la lucha a los católicos los unos a los otros... los que trabajando
por aumentar las disensiones entre católicos toman sobre sí una terrible
responsabilidad, ante Dios y ante la
Iglesia". "El comunismo es
intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con él, en ningún
terreno, los que quieren salvar la civilizacion cristiana". "Cuanto las regiones donde el comunismo
consigue penetrar más se distingan por la antigüedad y grandeza de su civilización
cristiana, tanto más devastador se manifestará allí el odio de los sin-Dios".
En
una revista extranjera de gran circulación se afirma que el pueblo se ha
separado en España del sacerdote porque éste se recluta en la clase señoril; y
que no quiere bautizar a sus hijos por los crecidos derechos de administración
del Sacramento. A lo primero respondemos que las vocaciones en los distintos seminarios
de España están reclutados en la siguiente forma: Número total de seminaristas
en 1935: 7.401; nobles, 6; ricos, con un capital superior de 10.000 pesetas,
115; pobres, o casi pobres, 7.280. A lo segundo, que antes del cambio de régimen
no llegaban los hijos de padres católicos no bautizados al uno por diez mil; el
arancel es modicísimo, y nulo para los pobres.
9.
Conclusión
Cerramos,
venerables hermanos, esta ya larga carta rogándoos nos ayudéis a lamentar la
gran catástrofe nacional de España, en que se han perdido, con la justicia y la
paz, fundamento del bien común y de aquella vida virtuosa de la Ciudad de que
nos habla el Doctor Angélico [Agustín
de Hipona y su libro La Ciudad de Dios],
tantos valores de civilización y de vida cristiana. El olvido de la verdad y de
la virtud, en el orden político, económico y social, nos ha acarreado esta
desgracia colectiva. Hemos sido mal gobernados, porque, como dice Tomás, Dios hace reinar al hombre hipócrita por
causa de los pecados del pueblo.
A
vuestra piedad, añadid la caridad de vuestras oraciones y las de vuestros
fieles; para que aprendamos la lección del castigo con que Dios nos ha probado; para que se reconstruya pronto nuestra patria
y pueda llenar sus destinos futuros , de que son presagio los que ha cumplido
en siglos anteriores; para que se contenga, con el esfuerzo y las oraciones de
todos, esta inundación de comunismo que tiende a anular al Espíritu de Dios y al espíritu del hombre, únicos
polos que han sostenido las civilizaciones que fueron.
Y
completad vuestra obra con la caridad de la verdad sobre las cosas de España. "Non est addenda
afflictio afflictis" [No
hay que agregar aflicción al afligido]; a la pena por lo que sufrimos se ha
añadido la de no haberse comprendido nuestros sufrimientos. Más, la de aumentarlos
con la mentira, con la insidia, con la interpretación torcida de los hechos. No
se nos ha hecho siquiera el honor de considerarnos víctimas. La razón y la
justicia se han pesado en la misma balanza que la sinrazón o la injusticia, tal
vez la mayor que han visto los siglos. Se ha dado el mismo crédito al periódico
asalariado, al folleto procaz o al escrito del español prevaricador, que ha
arrastrado por el mundo con vilipendio el nombre de su madre patria, que a la
voz de los prelados, al concienzudo estudio del moralista o a la relación auténtica
del cúmulo de hechos que son afrenta de la humana historia. Ayudadnos a
difundir la verdad. Sus derechos sin imprescriptibles, sobre todo cuando se
trata del honor de un pueblo, de los prestigios de la Iglesia, de la salvación
del mundo. Ayudadnos con la divulgación del contenido de estas Letras, vigilando
la prensa y la propaganda católica, rectificando los errores de la indiferente
o adversa. El hombre enemigo ha sembrado copiosamente la cizaña: ayudadnos a
sembrar profusamente la buena semilla...–
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